miércoles, 6 de marzo de 2013

Isabel de Castilla


Isabel de Castilla

Separada de su madre a la fuerza y presa de las intrigas de su hermano Enrique IV el Impotente, Isabel se volvió una joven seria y cautelosa pero decidida también a imponer su voluntad.
Nada parecía indicar que la infanta nacida en Madrigal de las Altas Torres el 22 de abril de 1451 acabaría por convertirse en reina y en icono de una época. La niña era hija del segundo matrimonio de Juan II de Castilla (1405-1454) con Isabel de Portugal, y por entonces el monarca ya tenía un heredero, el infante Enrique, fruto de su anterior enlace con María de Aragón. No es de extrañar, pues, que el natalicio de Isabel –que así se llamó a la recién nacida– pasara prácticamente inadvertido. Tan sólo era una infanta más, y lo máximo que podía esperarse de ella era que, una vez alcanzara la edad adecuada, proporcionara pingües beneficios a Castilla mediante un matrimonio acorde a los intereses del reino. Máxime cuando, en 1453, su madre dio a luz a Alfonso, que por el hecho de ser varón adelantó a Isabel en la línea sucesoria castellana. Cuando, en 1454, a la muerte inesperada de Juan II, su hijo mayor Enrique subió al trono como el cuarto de su nombre, Alfonso quedó convertido en virtual heredero de la corona en tanto el rey no tuviera descendencia. La nueva infanta quedó, pues, reducida a la condición de hermana del rey.

Una infancia infeliz

Por entonces, Isabel de Portugal ya había dado ocasionalmente muestras de una cierta inestabilidad mental y la muerte de su esposo no hizo otra cosa que agravar su estado. Sumida en una profunda depresión, se retiró a sus posesiones de Arévalo en compañía de sus hijos y de unos pocos cortesanos. Allí pasó sus primeros años la futura reina Católica, lejos de la corte, entre estrecheces económicas y en compañía de una madre enajenada.
La vida en Arévalo no fue fácil. El propio Hernando del Pulgar afirma, en su Crónica de los Reyes Católicos: «La Reina, nuestra señora, desde niña se le murió el padre y aun podemos decir la madre, lo que para los niños no es pequeño infortunio […] y, lo que es más grave para las personas reales, vínole mengua extrema de las cosas necesarias». Aunque Juan II, en su testamento, había asegurado el porvenir de su mujer y de sus hijos, Enrique IV, por dejadez o por falta de liquidez, hizo caso omiso de esas disposiciones testamentarias y en más de una ocasión fueron los nobles castellanos quienes hubieron de sostener a la reina y los infantes.
También fue un noble quien se encargó de la educación de los jóvenes príncipes. La demencia de la reina la incapacitaba para llevar por sí sola las riendas de la educación de sus hijos. De ahí que se encomendara su formación a un joven cortesano, Gonzalo Chacón, esposo de Clara Álvarez de Alvarnáez, camarera mayor de la reina, de la que bien puede decirse que hizo las veces de padre de ambos jóvenes, y a dos religiosos, el dominico fray Lope de Barrientos y el prior del monasterio de Guadalupe, Gonzalo de Illescas.
La formación moral de la infanta corrió a cargo del fraile agustino Martín Alonso de Córdoba, quien escribió para ella El jardín de nobles doncellas, un tratado de carácter pedagógico que, pese a que se realizó en 1469, resulta clave para comprender el espíritu que animó la educación de la joven Isabel. En él se insiste en que la mujer, «de su natural ruidosa y parlanchina», debería ser «vergonzosa, humilde y obsequiosa» y, evidentemente, «piadosa». En cambio, no habla de la necesidad de recibir formación intelectual alguna. Cabe pensar, pues, que en su primera juventud la infanta se limitara a aprender a leer, a escribir y, sobre todo, a adiestrarse en materias que la capacitaran para la vida social, como la danza, la música, la retórica, las artes de la miniatura y las labores de aguja. Esta última afición la había heredado Isabel de su madre, quien entretenía sus delirios bordando y tejiendo. La infanta aprendió igualmente a montar a caballo y a cazar, y se sabe que, como a su padre, Juan II, le gustaban las canciones populares, el baile y las novelas de caballerías.
Alonso Flórez, en su Crónica incompleta de los Reyes Católicos, describe a Isabel como una adolescente que no carecía de atractivos –se refiere a sus «ojos garzos, las pestañas largas, […] dientes menudos y blancos»–, pero que destacaba ya por su seriedad: «Pocas y raras veces era vista reír como la juvenil edad lo tiene por costumbre». Ciertamente, no le sobraban motivos para sonreír. Las intrigas cortesanas que la querían legítima heredera ante la presunta bastardía de su sobrina Juana la Beltraneja, las estrecheces económicas, la prematura muerte de su hermano y la enfermedad de su madre no propiciaban una mocedad alegre y despreocupada. Menos aún cuando, en 1461, Enrique IV la obligó a instalarse en la corte. Obedeció a regañadientes y siempre añoró los días en Arévalo. Es más, años después escribió que fue arrancada de los brazos de su madre «inhumana y forzosamente», cuando tanto «el señor rey don Alfonso y yo, a la sazón, éramos niños».

Una princesa estudiosa

La muerte del infante Alfonso en 1468 hizo que se la presumiera firme candidata al trono, pero ello no cambió sustancialmente las directrices de la educación de Isabel. Rodeada de cortesanos más interesados en medrar que en hacer de la futura soberana una mujer capacitada intelectualmente, fue la propia reina quien, años después, advirtiendo sus carencias, buscó rodearse de los mejores maestros. Así lo afirma el humanista Lucio Marineo Sículo, quien en 1492 escribió: «Hablaba el lenguaje castellano elegantemente y con mucha gravedad. Aunque no sabía la lengua latina, holgaba en gran manera de oír oraciones y sermones latinos porque le parecía cosa muy excelente la habla latina bien pronunciada. A cuya causa, siendo muy deseosa de lo saber, fenecidas las guerras en España, aunque estaba de grandes negocios ocupada, comenzó a oír lecciones de gramática, en la cual aprovechó tanto que no sólo podía entender a los embajadores y oradores latinos, mas pudiera fácilmente interpretar y transferir libros latinos en lengua castellana».

Mecenas de las letras

Este afán de saber le vino a Isabel cuando ya estaba casada con Fernando de Aragón, seguramente al ver la completa y temprana preparación intelectual que el futuro Rey Católico había recibido. Convencida de que nunca era tarde para aprender y ante el asombro de muchos, siendo ya reina Isabel comenzó a tomar clases de latín y en pocos meses dominó
el idioma. Paralelamente, buscó en la lectura el complemento ideal para su formación. Así, debidamente asesorada, tanto por Beatriz Galindo como por el claustro de la Universidad de Salamanca, reunió una amplia biblioteca compuesta por unos 400 textos impresos, amén de una buena colección de manuscritos, que fueron el germen de la espléndida biblioteca de El Escorial creada por su bisnieto Felipe II.
La impronta cultural y de mecenazgo de Isabel de Castilla quedó patente en muchos otros ámbitos del arte y de la cultura. Su ejemplo y su propia peripecia intelectual dieron como resultado una corte culta y con gran protagonismo femenino, que contempló la incorporación de las mujeres al mundo del saber. De unas, conocemos sus nombres: Lucía de Medrano, Beatriz Galindo, Mencía y María de Mendoza, Luisa de Sigea la Minerva…; de otras, sólo la certeza de que con el estudio se recreaban en «el dulce gusto del saber», a decir de un anónimo contemporáneo.

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